Rincón del lector
Pequeñas muestras de la novela.
El misterio de Elendale
En el
día de hoy, el tempranero sol ajusticiaba sin piedad los carámbanos resultantes
de la primera nevada de la temporada. De aquí en adelante, el bosque comenzaría
a vestirse con su muda invernal bajo la atenta mirada de Abigail. Sus horribles
ojeras prolongaban inevitablemente una horrible pesadilla. Capaz de anular tu
voluntad para hacer con tu subconsciente lo que le plazca. Tras la descabellada
experiencia vivida anoche sentía que nada en este mundo era imposible, que si
saltara al vacío podría cumplir su sueño de volar y así regresar a casa cuanto
antes. Esta mañana sus fatigados párpados no disponían de las fuerzas
necesarias para contener las lágrimas. Unas lágrimas de miedo, unas lágrimas de
impotencia, unas lágrimas de preocupación por no saber hasta cuando su
delirante cabeza seguiría razonando adecuadamente. Abigail suspiró, consciente
de que en la mesa de atrás los jóvenes de anoche cuchicheaban entre sí
lanzándole furtivas miradas.
—¡El
desayuno! —anunció Joel depositando en la mesa una bandeja con tostadas y dos
humeantes tazas.
La
mujer dejó de asomarse por la ventana para centrarse en su marido. La mirada de
este también estaba desprovista de sueño.
—¿Cómo puedo saber que fue una pesadilla y no real? Ya no puedo distinguir
una cosa de la otra tal y como tú mismo dijiste cuando paseábamos por la tankis del bosque. ¡¡Sniff!! Tengo miedo
hasta de mí misma —dijo Abigail rompiendo a llorar. Y secándose las lágrimas
añadió—: Ya no hay setas alucinógenas ni infusiones desconocidas, ¿qué nos está
pasando Joel? ¡Qué! Reconozco que ya no me queda fuerza mental para superar
esto.
—Ya
hablaremos de eso después, este es el lugar menos indicado. —Joel miró por
encima del hombro. El grupito de chistosos seguía a lo suyo—, ahora bébete
esto, te sentará bien.
Con
cuidado de no quemarse, Abigail bebió un sorbo de tila...
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El misterio de Elendale
Dos coches de la policía rural de Elendale proyectaban luces destellantes en el cordón policial. A la espera de la orden del juez para el levantamiento del cadáver, los policías montaron un improvisado puesto de mando en la entrada de la granja. En
El misterio de Elendale
Dos coches de la policía rural de Elendale proyectaban luces destellantes en el cordón policial. A la espera de la orden del juez para el levantamiento del cadáver, los policías montaron un improvisado puesto de mando en la entrada de la granja. En
él se podía encontrar agua, tabaco y sobre todo café, café recién sacado de los termos que tanto entonaba el estómago a tan intempestivas horas. La noche era tan gélida que la helada atrave-saba sus chubasqueros hasta llegar a los huesos. De pronto algo les hizo mirar a la carretera, un todoterreno acababa de entrar en la propiedad de Henry Sholz. De copiloto iba un individuo de media edad con barbas atusadas y peinado hacia atrás al que todos saludaron. A estas horas, sus ojos se escondían sin sentido tras unas gafas de sol. El singular personaje salió del todoterreno y directamente acudió a ver el cadáver del granjero. Una vez delante de Henry, se subió las gafas hasta quedar sujetas en el pelo y se agachó de cuclillas. Negando mímicamente forzó sus reacios ojos a dar crédito a lo que veían. Desde la sala de estar, Joel juraría haber leído en sus labios: «Pobre diablo, ¡qué Dios se apiade de tu alma! Por fin todo ha terminado». Una extraña frase que albergaba algo más que una despedida. A continuación, el recién llegado ordenó que se le tapara la cara al cadáver y con mueca repulsiva avanzó hacia la habitación donde los sospechosos esperaban bajo el desquiciante «tic-tac» de un reloj de péndulo. Tan pronto como enseñó su placa, el agente que custodiaba la puerta le permitió pasar. Acto seguido se plantó frente a los Bradford para analizar sus miradas detenidamente...
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